Víctor, Ana, Jose y Julio
Fabero estaba falto de una chispa común de nostalgia. Algo que le recordara lo que fue, lo que es, lo que quiere y lo que puede ser. Y el viernes por la noche salieron al escenario, de blanco y negro, encadenaron canciones y saltó esa chispa de nostalgia y esperanza.
Eran las canciones que Fabero quería y necesitaba. Las que hicieron erizar el pelo a muchos. A los que les pareció que lo que estaban cantando Ana y Víctor era su propia vida.
Y muchos se acordaron del aburrido gesto del patrón con sombrero que se repitió a lo largo de la historia del Fabero negro del carbón, mientras la tierra escupía muertos. Y la resentida viuda, que se mordió el pañuelo a la boca del pozo, se volvió a morder el pañuelo sobre la hierba del campo de fútbol el viernes, mientras que el Fabero vivo coreaba 'La Planta 14'.
Y pareció entonces que Fabero resucitaba de aquel tiempo en el que había quemado su vida arrancando el carbón. Y Fabero no quiso olvidar la mina y la historia, pero sí quiso levantar cabeza de los golpes de aquel cielo impasible, vertical e inquebrantable que muchas veces no tuvo piedad.
Y cuando Fabero se volvió a sentir vivo sonaron las canciones de siempre. Las que clamaban contra la guerra a través de historias.La de aquel joven cobarde al que le temblaba el fusil, el que no sabía por quien luchaba. El joven que escuchaba, arropado por sus canas, sus arrugas y sus lágrimas, el arranque de Víctor sobre el escenario desde un balcón de una casa cercana al campo de fútbol de Fabero el viernes.
Y la muralla se abría para el Fabero que levantaba el dedo para autoproclamarse bicho raro, para el que no entendía de patrias absurdas ni de quien las crea y las defiende con la sinrazón por bandera. Y la muralla se cerraba para no dejar entrar al que no le escuece decir que si hay que bombardear, se bombardea, y después de decirlo se va con sus zapatos náuticos, su polo de firma y sus bermudas de pinzas a darse una vuelta en su velero.
Y desde el escenario nos recordaron que todavía quedan guerras y defensores de patrias creadas con escuadra y cartabón desde los inmensos despachos de moquetas, mármoles y maderas de lujo con licores añejos escondidos en el mueble bar.
Y sobre las pantallas del fondo, detrás de los músicos, entre las caras sin nombre, los ojos arrasados, los niños de sólo piel y hueso y los cuerpos mutilados de las escabrosas imágenes que definen la guerra, aparecieron dos rostros.
El de José Couso y el de Julio Anguita Parrado, que se fueron, y no volvieron, sólo armados con su cámara, su libreta y su bolígrafo a contarnos lo que pasaba en Irak, donde alguien decidió que hubiera una guerra. Una guerra que nunca debió ser. Porque el mundo entero salió a la calle para decir 'No a la guerra'.
Y entonces Víctor y Ana cantaron, y entonces pensé: sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente. Sólo le pido a la gente, que la guerra no le sea indiferente. Por favor.
Publicado en EL MUNDO/LA CRÓNICA DE LEÓN
Lunes, 31 de julio de 2006
Eran las canciones que Fabero quería y necesitaba. Las que hicieron erizar el pelo a muchos. A los que les pareció que lo que estaban cantando Ana y Víctor era su propia vida.
Y muchos se acordaron del aburrido gesto del patrón con sombrero que se repitió a lo largo de la historia del Fabero negro del carbón, mientras la tierra escupía muertos. Y la resentida viuda, que se mordió el pañuelo a la boca del pozo, se volvió a morder el pañuelo sobre la hierba del campo de fútbol el viernes, mientras que el Fabero vivo coreaba 'La Planta 14'.
Y pareció entonces que Fabero resucitaba de aquel tiempo en el que había quemado su vida arrancando el carbón. Y Fabero no quiso olvidar la mina y la historia, pero sí quiso levantar cabeza de los golpes de aquel cielo impasible, vertical e inquebrantable que muchas veces no tuvo piedad.
Y cuando Fabero se volvió a sentir vivo sonaron las canciones de siempre. Las que clamaban contra la guerra a través de historias.La de aquel joven cobarde al que le temblaba el fusil, el que no sabía por quien luchaba. El joven que escuchaba, arropado por sus canas, sus arrugas y sus lágrimas, el arranque de Víctor sobre el escenario desde un balcón de una casa cercana al campo de fútbol de Fabero el viernes.
Y la muralla se abría para el Fabero que levantaba el dedo para autoproclamarse bicho raro, para el que no entendía de patrias absurdas ni de quien las crea y las defiende con la sinrazón por bandera. Y la muralla se cerraba para no dejar entrar al que no le escuece decir que si hay que bombardear, se bombardea, y después de decirlo se va con sus zapatos náuticos, su polo de firma y sus bermudas de pinzas a darse una vuelta en su velero.
Y desde el escenario nos recordaron que todavía quedan guerras y defensores de patrias creadas con escuadra y cartabón desde los inmensos despachos de moquetas, mármoles y maderas de lujo con licores añejos escondidos en el mueble bar.
Y sobre las pantallas del fondo, detrás de los músicos, entre las caras sin nombre, los ojos arrasados, los niños de sólo piel y hueso y los cuerpos mutilados de las escabrosas imágenes que definen la guerra, aparecieron dos rostros.
El de José Couso y el de Julio Anguita Parrado, que se fueron, y no volvieron, sólo armados con su cámara, su libreta y su bolígrafo a contarnos lo que pasaba en Irak, donde alguien decidió que hubiera una guerra. Una guerra que nunca debió ser. Porque el mundo entero salió a la calle para decir 'No a la guerra'.
Y entonces Víctor y Ana cantaron, y entonces pensé: sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente. Sólo le pido a la gente, que la guerra no le sea indiferente. Por favor.
Publicado en EL MUNDO/LA CRÓNICA DE LEÓN
Lunes, 31 de julio de 2006
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